Institucionalidad y Estabilidad Macroeconómica en Uruguay

En estas últimas semanas, varios colegas han estado dando sus impresiones
acerca de los resultados que ha tenido el país —así como sus perspectivas a corto
y mediano plazo—, en dos de los aspectos centrales que hacen a la estabilidad
macroeconómica. Me refiero a la solvencia fiscal y a la inflación.
Nunca está de más remarcar la importancia que tienen estos aspectos en el
desempeño económico general, tanto en lo referido a propiciar un marco que
genera condiciones apropiadas para un mayor crecimiento, así como en cuanto a
una mejor distribución del ingreso y la sostenibilidad de las diversas políticas que
implican gastos del Estado (desde la Seguridad Social, pasando por la educación,
la salud y el resto de las funciones tradicionales que debe cumplir en materia de
defensa, orden público, administración de justicia, etc.).
Hoy resulta relativamente sencillo mostrar los efectos perversos que provoca en un
país, no respetar dichos equilibrios, mirando el drama que viven nuestros hermanos
argentinos. Pero para no ser autocomplacientes, es bueno recordar que nosotros
mismos pasamos por problemas similares en décadas pasadas, por no haber
valorado adecuadamente la disciplina fiscal y monetaria. Incluso, algunos de los
problemas económicos y sociales de nuestro presente tienen su origen en aquellos
tiempos.
La solvencia fiscal actual
Es incontrastable que uno de los grandes avances que hemos hecho en las últimas
décadas es la valoración acerca de la solvencia fiscal. Si bien al principio no generó
unanimidades, hoy parece que hay un amplio consenso acerca de la importancia
del manejo fiscal responsable para el país, al menos en lo referido a la renuncia a
financiar déficit con emisión monetaria, que se plasmó en la primera Carta Orgánica
del Banco Central a mediados de los años ´90. Sin embargo, eso no nos liberó de
algunas prácticas políticas inapropiadas, que periódicamente generaron riesgos en
este campo. Me refiero al fenómeno que, en criollo, se conoce como “carnaval
electoral”, lo que en buen romance implica que el gobierno de turno incrementa el
gasto público (o reduce impuestos) en la última parte de su mandato, con el objetivo
de obtener réditos (o no pagar costos) político-electorales de corto plazo, sin
reparar si con ello arriesga la sostenibilidad fiscal, por lo que puede implicar a
mediano y largo plazo un crecimiento peligroso —por insostenible— del
endeudamiento público.
La tentación es grande. ¿Cómo mitigarla? Ya hace tiempo que la ciencia económica
ha incursionado en este tema, denominado “inconsistencia temporal” por Kidland y
Prescott en el primero de sus trabajos publicado en 1977. Desde entonces, las
propuestas de mitigación se han concentrado en reformas de carácter institucional,
que han evolucionado hasta llegar a lo que hoy conocemos como “reglas fiscales”.
Ese conjunto de reglas se plasma en leyes que limitan la discrecionalidad del
gobierno de turno, precisamente para que sus decisiones presupuestales no
pongan en peligro la sostenibilidad a largo plazo.
Uruguay tuvo su primer antecedente en una regla que ponía un techo al
endeudamiento público durante el primer gobierno frenteamplista. Pero esa regla,
más allá de problemas de diseño notorios (v.g. no tenía en cuenta el ciclo
económico y sus efectos sobre el resultado fiscal), fue varias veces flexibilizada de
manera had hoc, lo que la desvirtuó. La situación de déficit a principios de 2020 en
torno a 5% del PIB y la presión al alza que ya venía experimentando la deuda/PIB,
son una muestra elocuente de lo anterior.
El nuevo gobierno avanzó significativamente en el terreno de las reglas fiscales e
incluyó una nueva institucionalidad inspirada en las experiencias exitosas a nivel
mundial, la que incorpora tres reglas que deben cumplirse simultáneamente (nivel
de gasto, déficit y deuda), así como la creación de dos órganos independientes de
carácter técnico como el Consejo Fiscal Asesor y el Comité de Expertos. Estos
órganos —y la calidad de sus integrantes— proporcionan un marco conceptual y
de estimaciones confiables, que están fuera del control del propio gobierno, por lo
que es muy difícil hacerse trampas al solitario en este ramo. En paralelo,
instrumentó una serie de reducciones de gasto equivalente a 2 pts. del PIB,
logrando de esa forma poner de nuevo las cuentas fiscales y la deuda en niveles
razonablemente sostenibles.
Algún desconfiado podrá decir que una ley se mata con otra ley y es cierto. Pero es
tan cierto como que el sistema político asumió que esta era una buena decisión que
formaba parte de las promesas electorales, la que fue ratificada por la ciudadanía
vía referéndum. Desde mi punto de vista, el gobierno actual tiene solo cosas para
perder si no la respeta y la oposición —que no la acompañó e intentó derogarla—
se aprovecha de ella porque si vuelve a ganar el gobierno, sabe que es poco
probable que le entreguen las cuentas fiscales en mal estado. Y por fuera de
contiendas y cálculos electorales, hoy el país duerme más tranquilo.
A lo anterior debe agregarse el proyecto de reforma jubilatoria, que entre otras
cosas apunta a una transición bien orientada, en el sentido de ir reduciendo las
necesidades de más y más recursos fiscales a futuro para sostener el régimen
actual, que estaba en trayectoria insostenible.
Por lo tanto, desde mi punto de vista, los cambios institucionales en el campo fiscal
son la mejor garantía —a la Kydland y Prescott— de que no habrá “carnaval
electoral” en 2024 y de que el gobierno que asuma en 2025 recibirá las cuentas
fiscales debidamente ordenadas. Dicho esto, no puedo negar que seguramente
existirán tentaciones carnavaleras —siguen siendo políticamente entendibles—
pero la institucionalidad descrita parece lo suficientemente sólida como para evitar
repetir los errores recurrentes del pasado. A fines de 2024 sabremos si se logró el
objetivo.
La estabilidad de precios
Como mencioné más arriba, el país también progresó en el campo institucional de
la política monetaria desde la aprobación de la primera Carta Orgánica del BCU, al
impedir o limitar severamente la posibilidad del financiamiento monetario al fisco.
Esta reforma institucional evitó el desborde inflacionario, incluso en el peor
momento de la crisis de 2002, cuando algún analista llegó a afirmar que de última
y si no había otro remedio, se podía volver al financiamiento fiscal con señoreaje.
Afortunadamente las soluciones fueron por otros rumbos.
Pero la reforma institucional del Banco Central se quedó a mitad de camino. El
síntoma más claro de ello es el magro desempeño inflacionario que hemos tenido
desde que abandonamos el uso del señoreaje como fuente de financiamiento,
exhibiendo de manera constante compromisos de inflación laxos en la comparación
internacional con nuestro modesto rango-meta, hoy en su mejor expresión relativa
(3%-6%), acompañado por un incumplimiento pertinaz y predecible de resultados
inflacionarios por encima de dicho rango. Tan pertinaz y predecible que dio lugar a
otra criolla expresión que cataloga la verdadera intención de los gobiernos de turno:
“la zona de confort” inflacionaria. Entendiendo por eso que los gobiernos se sienten
cómodos aunque se incumpla la meta, siempre y cuando la inflación no supere el
10%.
¿Por qué digo que la reforma institucional se quedó a mitad de camino?
Volvamos de nuevo a Kydland y Prescott. Un gobierno puede prescindir del
financiamiento monetario porque hay reglas institucionales que se lo prohíben, pero
si logra controlar las acciones del banco central puede obtener otros réditos también
vinculados a su suerte político-electoral. En efecto, la potencia de la política
monetaria sobre el canal de la demanda agregada puede ser utilizada para tratar
de sostener a corto plazo la actividad y el empleo en niveles altos, a pesar de que
ello tenga un costo inflacionario a mediano y largo plazo. Es una inconsistencia
temporal, porque implica renunciar a tener una inflación baja y estable con tal de
incrementar la probabilidad de ganar las elecciones y mantenerse otro período en
el poder.
Tan arraigada está esta idea que, la semana pasada, mi colega e integrante del
Consejo Fiscal Asesor Alfonso Capurro hacía un comentario extremadamente
elocuente sobre esta inconsistencia en una entrevista en El Observador: “…Y para
marzo (2023) la inflación convergería a 8% y con ello “probablemente” la autoridad
monetaria “deje de subir la tasa”, dijo. Sobre este punto, el economista expresó que
si se le pregunta a los técnicos del BCU “ellos quisieran dar un golpe adicional para
llevar la inflación a 6%”. Y si se le pregunta a un presidente o ministro va a decir:
‘¿Quién me votó para bajar la inflación a 6%? Nadie’.”
Y como todos sabemos, las decisiones del BCU son tomadas por un Directorio
político, donde el gobierno de turno tiene asegurada una mayoría. Por lo tanto, las
decisiones en última instancia no se toman con base en el mandato legal del banco,
sino en el interés del gobierno.
Vale la pena agregar que, en dos instancias parlamentarias, se discutieron
proyectos de ley que intentaron darle al Banco Central la autonomía que necesita
para completar una reforma institucional. La primera fue en oportunidad de la
discusión de la primera Carta Orgánica en los ´90. La segunda ocurrió en el
tempranero proyecto enviado al Parlamento por el entonces ministro Danilo Astori
en 2005. Ambas naufragaron.
Para ilustrar mi visión sobre la necesidad de darle autonomía al BCU, vale recordar
que el nuevo gobierno asumió con la promesa de bajar la inflación a niveles
internacionales. En efecto, en la Ley de Presupuesto se proyectaba llevarla a 3,7%
para 2024, lo que hubiera constituido un verdadero hito en nuestra historia
macroeconómica reciente. Más aún, recién asumido el nuevo Directorio, el banco
publicó un trabajo del que el Presidente Labat es co-autor denominado “Hacia una
moneda de calidad” donde se exponía la voluntad de bajar la inflación, de
perfeccionar el manejo de Metas de Inflación mediante varios instrumentos que le
darían mayor transparencia y objetividad a la política monetaria, así como la
necesidad y conveniencia de darle mayor autonomía al banco para lograr esos
objetivos.
Asimismo, si bien esta reforma institucional no estaba en el Plan de Gobierno de la
Coalición, sí figuraba en el Programa del Partido Nacional, donde se expresaba con
total claridad una propuesta de cambios de gobernanza del BCU orientados a darle
mayor independencia del gobierno como medio para asegurar la “prioridad a la
reducción de la inflación”.
Como he analizado en una nota anterior, la primera parte de la partitura se ejecutó
bien, pero no hubo iniciativa alguna para completar la reforma institucional que
requiere el país en materia monetaria.
Transcurrido el tiempo por el impasse de la pandemia y llegado el momento de
atacar a fondo la alta inflación y falta de credibilidad endémicas en la meta, el BCU
encaró una estrategia muy gradual de suba de TPM con la esperanza de anclar las
expectativas rápidamente y con eso reducir a futuro la necesidad de ser agresivo,
con todo lo que ello implicaría en términos de costos en actividad y empleo (el “ratio
de sacrificio”, como se le llama). La estrategia no funcionó.
Y en lugar de asumir que debería ser más agresivo, se mantuvo el rango-meta,
pero en los hechos se relajó la proyección desde 3,7% a 5,8% para 2024. El
síntoma más claro de que la instancia contractiva podría llegar a ser insuficiente
incluso para entrar “raspando” al rango, está en el último comunicado del Copom.
Ahora el BCU dice que luego de la suba de TPM en diciembre próximo se estaría
llegando a un nivel suficiente como para llevar a la inflación y las expectativas al
rango. Todo ello a pesar que las expectativas de inflación —antes calificadas de
rígidas y ahora devenidas en flexibles al alza— parecen haber perdido la
importancia que tenían para el éxito de la política.
Con estas decisiones, el BCU (el gobierno) está renunciando a proveer una moneda
de calidad como la que prometió. Por añadidura, deja de lado sus aspiraciones de
reducir significativamente la dolarización de la economía que tanto daño le ha
hecho al país y, a la postre, deja pasar la oportunidad de contribuir a elevar nuestra
magra tasa de crecimiento económico.

Quizás en el futuro aparezca otro proyecto de ley para completar la institucionalidad
necesaria para la estabilidad de precios con autonomía del BCU. Quizás la tercera
sea la vencida. Ojalá.

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