Fue a fines del siglo XIX (1881) cuando Otto Von Bismarck introdujo en Alemania el Sistema de Reparto para atacar los problemas sociales que provocaban la vejez y la invalidez. También se le llama de Solidaridad Intergeneracional pues las personas en edad de trabajar (activos) aportan parte de sus ingresos para cubrir la contingencia de aquellas que ya no están en condiciones de valerse por sí mismas (pasivos). Y esta suerte de contrato social civilizatorio funciona porque, una vez que los activos llegan a la condición de pasivos, existe la promesa de que la nueva generación de activos hará lo mismo para con ellos.
Así visto parece un gran invento y, de hecho, ha sido durante más de un siglo uno de los pilares de los sistemas de seguridad social en el mundo.
Hasta ahí todo bien. Sin embargo, es imprescindible entender que este sistema requiere, para sostenerse financieramente, una relación alta entre activos y pasivos. Asimismo, que se percibe como socialmente justo mientras el aporte por cada trabajador activo (tanto el personal como el patronal) luzca razonable pero no excesivo y que la promesa de recibir igual tratamiento a futuro sea plausible.
Y ahí es donde entrar a jugar los parámetros demográficos. Por ejemplo, si la relación activo-pasivo es 4 a 1 y la jubilación promedio es equivalente al 50% del salario medio (la tasa de remplazo), alcanza con que se aporte 12,5% de cada trabajador para que este sistema funcione sin tener que recurrir a fondos estatales extras. Esto es, sería autofinanciado con un sacrificio razonable de los activos.
Pero ¿qué pasa con la sanidad financiera del sistema y con la capacidad de mantener las promesas del contrato social entre generaciones si la demografía cambia?
Las tendencias demográficas socavaron el sistema
A fines del siglo XIX y hasta mediados del XX, este sistema funcionó razonablemente bien y se auto sustentó financieramente hablando, precisamente, porque la cantidad de activos excedía largamente la de pasivos. Pero, en las ancas del progreso de las ciencias médicas y los cambios sociales, las personas logramos vivir más años y decidimos tener menos hijos. Eso llevó a un proceso sistemático de caída de la relación activo-pasivo, al mantener incambiada la edad para acceder al derecho a la jubilación. Como corolario, las finanzas del sistema comenzaron a tener crecientes déficit y se volvieron insostenibles financieramente.
El caso uruguayo se inscribe en esa sintética descripción. Para pagar las jubilaciones hace décadas que terminamos asignando 7 puntos de IVA y en los últimos años hemos tenido que destinar otros recursos crecientes (provenientes de Rentas Generales) que se vierten cada año para tapar el creciente agujero. Eso implica un importante esfuerzo en términos de carga tributaria, más alto que en el pasado y la renuncia a una cantidad enorme de recursos que no podemos destinar a satisfacer otras necesidades. También tenemos cajas como la Bancaria, donde los aportes personales y patronales ya exceden el 50% del salario y aun así, su sostenibilidad está en duda.
¿Cómo enfrentar el problema demográfico?
Asumiendo que las tendencias demográficas son irreversibles (incluso se han agudizado más de lo que los demógrafos esperaban), para mantener el sistema de reparto sin seguir quitándonos recursos necesarios para atender otras demandas sociales (como la pobreza infantil, la vivienda, la educación, la infraestructura, etc.etc.) no hay mucho para inventar. En efecto, para hacerlo se requiere recomponer la relación activo-pasivo, subiendo la edad mínima de jubilación (como hizo la última reforma de 2023), aumentar las aportaciones (personales o patronales) o reducir la tasa de remplazo en la prestación jubilatoria.
Reducir la tasa de remplazo o aumentar las aportaciones implica modificar el contrato social original en detrimento de las nuevas generaciones, pues le estamos exigiendo más y dándole menos que a las anteriores. No ocurre así con subir la edad de jubilación, porque como se vive más, la exigencia de algunos años más de trabajo se compensa con más años de beneficios.
La alternativa ha sido incorporar un subsistema de ahorro individual para complementar la jubilación de reparto, como hizo Uruguay en la década de los `90 y como han hecho muchos otros países.
Este subsistema tiene varias virtudes.
A nivel individual, la persona sabe que su ahorro será usufructuado por él mismo o sus eventuales beneficiarios cuando se jubile. Si muere antes, el ahorro quedará en manos de sus herederos. Si es bien administrado, ese usufructo incorporará a su prestación el rendimiento del capital ahorrado durante décadas. De hecho, hoy en día los fondos previsionales son 50% ahorros y 50% producto de sus rendimientos.
A nivel social las virtudes son más destacables aún.
Primero, por su propio diseño, el subsistema por ahorro individual se auto sustenta. Eso es así porque con el dinero ahorrado la persona adquiere una renta vitalicia, por lo que no genera déficit que luego tenga que ser cubierto con más impuestos, con todas las complicaciones que de ello se derivan y que mencionamos.
Segundo, la canalización del ahorro ayuda a financiar al propio Estado y a diversos proyectos de inversión que redundan en mayor crecimiento económico, puestos de trabajo, etc.
Tercero, y a mi criterio el más relevante desde la óptica de la justicia intergeneracional, este ahorro permite mitigar los efectos adversos del cambio demográfico en el subsistema de reparto sobre las futuras generaciones pues, de no existir, deberían apretarse el cinturón para sostener a los pasivos aumentando aportes, reduciendo prestaciones, pagando más impuestos y sacrificando la atención de otras necesidades con recursos públicos como las mencionadas antes (salud, educación, pobreza infantil, infraestructura, etc.).
Por lo tanto, a la luz del cambio demográfico y sus consecuencias, hoy es justo decir que el subsistema de ahorro individual es un componente ineludible de solidaridad intergeneracional para los sistemas jubilatorios.
Incorporar el ahorro para nuestra vejez es la única manera de no ser una carga sofocante para las generaciones futuras. La proporción de activos con relación a los pasivos es tan baja que el sistema de reparto se ha vuelto (y lo será cada vez más) insostenible como instrumento exclusivo de solidaridad intergeneracional, como sí lo fue en los tiempos de von Bismarck.
Con los pies en la tierra y pensando en las futuras generaciones —que son ni más ni menos nuestros hijos y nietos— la propuesta que intenta cristalizar en la Constitución la edad mínima de jubilación en 60 años; que prohíbe el ahorro individual como complemento para el retiro y que aumenta la jubilación mínima de reparto hasta igualar el salario mínimo, no solo va a contramano de lo que se necesita. También resulta a todas luces injusta y poco solidaria para con las nuevas generaciones.
Sostener lo contrario está fuera de la realidad.